sábado, 2 de junio de 2007

Pinchazos de sal

Su mirada permanecía intacta, aplacada por el miedo, como siempre.
Era difícil imaginarse tantas cosas...Pero aún era más difícil creer en todo lo que nos rodea, en las sensaciones intrigantes que recorren nuestro cuerpo convertidas en un leve y acelerado cosquilleo. Creer para volver a retractarnos dejando todo lo extraño y horripilante a un lado.
Hay dos caminos; sobrevivir creyendo o huir sin creer en nada.
Él estaba confuso, pensando en que sería de todos nosotros dentro de un tiempo, cuando el mundo ya no fuera mundo y el cielo nos amenazase con derretirse sobre nosotros.
Sentía un dolor punzante en los dedos de las manos, como si en cualquier momento pudiera llegar a dejar de sentir. Era extraño pero cierto, como tantas y tantas cosas...

Acudía a la playa más cercana la mayor parte de los días para envolverse con la frescura del espumoso mar y olvidar aquel confuso dolor.
Solía sentarse en la orilla y arrastrar sus dedos por la fina y mojada arena, hasta que las olas del mar rompían frente a él y todo se mojaba; alma y cuerpo, cuerpo y alma.
Solo, seguía intentando descifrar el final del horizonte, aquella larga y fina línea que separaba lo más bello; el mar y el cielo.
Era un chico delgado y pálido, con ojos de un gris azulado –como la espuma del mar-.
No le gustaba hablar con nadie. No le gustaba tener que soportar el ruido de la gente en las calles, hablando y hablando de los demás, apostándose la dignidad unos a otros, gritando frases estúpidas que no servían de nada a nadie...
¡Ruido! ¡ruido! -aún así, prefería el ruido de la soledad-.
Pero cada día que pasaba se acentuaba más ese dolor retorcido y cobarde.

La primera vez que sintió algo así fue cuando, tumbado sobre una roca tan agrietada y lisa que superaba a la contradicción (cosas de la insólita naturaleza) descubrió unos metros a su lado una gran concha de colores dorados salpicada con manchas rosadas iluminadas por el sol y, justamente enfrente, una pequeña niña de largos cabellos y profundos ojos, adentrándose por el rocoso camino para llegar a esa concha que parecía mirarla apoderándose de su ser. La pequeña andaba y andaba, agarrándose como podía para no mojarse su largo vestido con la sal del mar. De repente, él la miró a los ojos, y la niña, exhausta, se sonrojó a la vez que tropezaba con el pico de una encrespada roca negra. Entonces, él la agarró cogiéndola de las manos y sintió como un terrible dolor se apoderaba de él, como si algo fuera mal, como si se acercarse reptando sobre ella una sensación fría y oscura...como si a la niña se la comiese el mar, viajando encima de esa enorme concha dorada hacia otro mundo, hacia la muerte.
Sus manos suaves eran como la voz de aquella sonriente niña, se ahogaba de pie frente a él, erguida sobre la roca contradictoria, frente a frente. Y las manos de la pequeña le pedían ayuda; sólo ellas, gritando como si miles de espinas se clavasen en las yagas de sus dedos.
Era ese dolor punzante y agonizante en mis dedos lo que me decía que la pequeña moriría engullida por el oleaje de aquella mañana.
Él seguía sujetando sus manos hasta que un fuerte pinchazo hizo que el cuerpo de la pequeña se derrumbase sobre la gran concha dorada.
¿Por qué? La niña estaba bien, sonreía al mirarle hasta que, de repente, su mirada perdió intensidad y sus párpados se cerraron lentamente hasta que su corazón dejó de latir...una simple tentación, un simple roce de dedos...la había matado.

Era un don maldito el de predecir la muerte, pero después de sentir como se partía en dos al ver a esa pequeña arrastrada por las olas sobre su gran deseo, sobre su gran concha; pensó que sólo podía ser un “don”; tal vez para excusarse y sobrevivir.

Desde aquella mañana sentía ese dolor en los dedos de las manos, le asustaba porque le había pasado con más gente, pero solo al contactar sus manos con las de alguien que estuviera al borde de la muerte. Pero ahora...ahora era todo distinto, le dolía a todas horas y era imposible deshacerse del dolor.
Prefería no pensar y seguir caminando sobre su ignorancia.
Después de un tiempo, fue a la playa como cada día y se sentó sobre la orilla para que el mar le mojase lentamente los pies y las piernas. Aquel día si que era fuerte el dolor, se acentuaba sobre él algo extraño, algo que le consumía por dentro.
Estaba mirando a la lejanía del cielo, observando como las nubes se enredaban sobre él.
Arrastró sus pequeños dedos sobre la arena, despacio, como siempre.
Y se dio cuenta de que no sentía nada, de que no existía ahora ninguna sensación sobre sus yagas, ni fría ni húmeda, ni seca ni cálida...nada.
El mal se adentraba, y atacó ahora a sus piernas, esa sensación subía por todo su cuerpo...hasta que dejó de sentir.
Sabía que iba a morir, y aquel mal extraño ahora llegaba a su fin, parecía que miles de manos apretaran contra su cuello y sus ojos se perdieran nublándose el cielo.
Era como si aquellas nubes se le cayeran encima y no pudiera hacer nada porque no era nada, no era nada sin sentir...
La brisa del día le azotaba la cabeza y sus ojos se cerraban para no volver a abrirse; era el principio del final.
El dolor estaba por todo su cuerpo, allí, tendido en la arena, sobre espuma y sal, sobre dolor y muerte.

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